El criminal famélico

(Un resumen de un artículo de Theodore Dalrymple. Posiblemente no sea el mejor de «Our culture; what’s left of it«, pero es un magnífico ejemplo de su estilo intelectual: el conocimiento de primera mano deja en evidencia los tópicos. El estilo literario es también magnífico, pero no creo que resplandezca a través de mi traducción…)

* * *

Cada día veo casos de desnutrición severa entre los internos que ingresan en la cárcel en que trabajo. De un promedio de 20 ingresos diarios, quizá 6, de los cuales 4 son adictos a las drogas, muestran obvios signos externos de desnutrición. Una estimación burda (tendiendo en cuenta las reincidencias) sugiere que unos 1000 hombres desnutridos llegan a mi cárcel anualmente: eso significa (si es una cárcel típica, y no hay razones para pensar lo contrario) que cada año 25000 hombres desnutridos ingresan en el sistema penitenciario británico.

Si un director de cine necesitara extras para interpretar a los bosnios famélicos en una película sobre las atrocidades serbias, no tendría que buscar más lejos. Los ojos hundidos de los reclusos, que parecen desproporcionadamente grandes en el marco de sus mejillas hundidas, y sus pómulos prominentes, sus flacos miembros, sus pechos huecos, con piel de papel y marcas de úlceras sin curar, sus costillas huesudas… encajarían en el papel perfectamente. Los dientes de los presos se les caen, sus lenguas están lisas y brillantes, de un rojo magenta, y las comisuras de sus labios están agrietadas, por deficiencia de vitamina B. Tienen entre veinte y treinta años.

Unos dos tercios de estos jóvenes desnutridos toman drogas, en las que gastan sumas de dinero que, comoquiera que las obtengan, les darían para banquetes opíparos. Las drogas les suprimen el apetito: la náusea inducida por la heroína inhibe el deseo de comer, mientras que la cocaína y sus derivados lo suprimen por completo.

Pero no todos los desnutridos son drogadictos. Cuando preguntas por sus hábitos alimentarios, no sólo los recientes sino los de toda su vida, es cuando toda esta desnutrición empieza a cobrar sentido. Hay un camino corto entre la moderna desnutrición y las modernas relaciones familiares y sexuales.

Tomemos el joven ladrón al que examiné en la prisión la semana pasada. No había nada destacable en su caso, al contrario, era, si podemos decirlo así, un ladrón británico promedio. Y su historia la he escuchado por lo menos mil veces. Aquí, si es que pueden encontrarse en algún sitio, está la verdadera banalidad del mal.

Fumaba heroína, pero la conexión entre este hábito y sus crímenes no era la que se asume convencionalmente: que su adición producía un ansia tan intensa, y una necesidad tan imperativa de evitar los síntomas del síndrome de abstinencia, que el recurso al crimen era su única elección. Por el contrario –y como suele ocurrir- su carrera criminal comenzó bastante antes de que se enganchara a la heroína. Más bien, su decisión de tomar heroína fue una continuación, casi un desarrollo lógico, de su elección de una vida criminal.

Estaba delgado y desnutrido como he descrito. Con 1,75 m de altura, pesaba poco más de 50 kg. Me dijo lo mismo que muchos jóvenes en su situación: que había pedido al tribunal que no le concediera la libertad bajo fianza, para poder recobrar su salud en la cárcel, algo que nunca iba a hacer fuera. La cárcel es el balneario de los barrios bajos.

Le exploré y le dije: “no comes”.

“No mucho”, dijo. “No me apetece”.

“Y cuando comes, ¿qué comes?”

“Patatas fritas y chocolate”.

Este patrón, sin embargo, no era cosa de la heroína, como algunas veces dicen los adictos. Era más bien la historia de su vida.

Nunca había conocido a su padre, que ni siquiera había alcanzado el estatus de mito para él. La existencia de su padre era más bien una deducción lógica, el producto del silogismo que dice: “todos los hombres tienen padre, yo soy un hombre, por lo tanto tengo padre”. Para compensar, había tenido padrastros en abundancia, el último de los cuales mantenía una relación estable, aunque violenta, con su madre; una relación que requería la frecuente intervención de la policía para evitar que terminara prematuramente en asesinato. Había abandonado su casa a los dieciséis años porque su padrastro le había dejado claro que ahí sobraba.

Le pregunté si su madre había cocinado alguna vez para él.

“No desde que llegó mi padrastro. A él sí le hacía la comida, pero a nosotros, los niños, no”.

Le pregunté qué y cómo comían él y sus hermanos.

“Comíamos lo que hubiera”, dijo. “Buscábamos algo cuando teníamos hambre”.

“¿Y qué había?”

“Pan, cereales, chocolate… ese tipo de cosas”

“¿Así que nunca os sentabais juntos a la mesa para comer?”

“No”.

De hecho, me dijo que llevaba quince años sin sentarse a una mesa a comer con otros. Comer era para él un vicio solitario, algo hecho casi furtivamente, que no llevaba un placer asociado, y que ciertamente no era un acto social. La calle era su principal comedor, y también su cubo de basura: en lo que se refiere a la comida, era más un cazador-recolector que un miembro de una sociedad evolucionada.

Lejos de ser única, esta historia es típica entre las que he escuchado cientos –no, miles- de veces.

Cada semana me encuentro al menos un joven en la cárcel que cuenta una historia similar. Es una historia que me enfurece y me frustra. La desnutrición de estos jóvenes es el signo de todo un modo de vida, y no el resultado de una mera pobreza ineludible. Otro paciente al que vi poco después. Igual de desnutrido, me dijo que no comía prácticamente nada, y sobrevivía a base de refrescos.

No hacen falta muchos eslabones en una cadena de razonamiento para llegar de sus lenguas lisas y color magenta al tipo de colapso familiar favorecido por cierta ideología de las relaciones humanas, alentado por nuestras leyes y nuestro sistema fiscal, y hecho posible por las prestaciones sociales.

Es la descomposición de la estructura familiar -una descomposición tan completa que las madres no consideran como parte de su deber alimentar a sus propios hijos una vez han alcanzado la edad en la que pueden buscar algo por sí mismos en el frigorífico- la que promueve la desnutrición moderna en Gran Bretaña. Una desnutrición que, de acuerdo con las autoridades sanitarias, afecta hoy a millones de hogares británicos.

La existencia de la desnutrición en medio de la abundancia no ha escapado por completo de la atención de la intelectualidad o del gobierno, que por supuesto está proponiendo medidas para combatirla, pero como de costumbre, ni políticos ni expertos desean mirar al problema a la cara o hacer las conexiones obvias. Para ellos, la cuestión real y más acuciante plateada por cualquier problema social es: “¿qué hago para parecer preocupado y compasivo ante mis amigos, colegas e iguales?” No hace falta decir que el primer imperativo es evitar cualquier apariencia de que se está culpando a la víctima, al examinar las malas elecciones que ha hecho, porque por definición las víctimas son víctimas y por tanto no son responsables de sus actos, excepto la relativamente pequeña clase de seres humanos que no son víctimas. Podríamos extender la famosa máxima de La Rouchefoucauld de que “no se pude mirar por mucho tiempo ni al sol ni a la muerte” diciendo que “ningún miembro de la intelectualidad progresista puede mirar por mucho tiempo a un problema social”. Siente la necesidad de retirarse a las abstracciones impersonales, a las estructuras reales o supuestas sobre las que la víctima no tiene control. Y de esta necesidad de evitar la crudeza de la realidad derivan esquemas utópicos de ingeniería social.

La intelectualidad británica ha dado así con una abstracción que encaja en esta tesitura perfectamente –es decir, en la necesidad de explicar la extensión de la desnutrición en medio de la abundancia, sin referencia a la conducta de los propios desnutridos: los «desiertos de comida» [food deserts].

Un desierto de comida es un área pobre de una ciudad, en la que hay pocas tiendas que vendan comida, y en la que esas pocas ofrecen una gama restringida de productos poco nutritivos y poco sanos a precios relativamente altos. Las grandes cadenas de supermercados, que no quieren llevar a cabo su deber social, se han retirado a las áreas prósperas, donde pueden vender provechosamente a gente que no tiene que preocuparse de cuanto gastan en lo que comen. En un desierto de comida escasean especialmente los comestibles frescos: toda la comida disponible está procesada o precocinada, llena de sal y de la peor clase de sal, y carente de ingredientes vitales. La gente que vive en un desierto de comida, por tanto, no tiene más elección que comer de un modo malsano. Por supuesto, la causa real –es decir, última- de los desiertos de comida es el moderno capitalismo, el sistema que los crea y los perpetúa.

Se ha convertido en una verdad universalmente aceptada que los desiertos de comida existen de verdad y deben ser culpa de las cadenas de supermercados (y por extensión, del Sistema). Ciertamente, el gobierno, siempre en busca de nuevas áreas de la vida para controlar con su dictatorial benevolencia, ha propuesto una nueva ley [texto en pdf] para erradicar lo que se conoce ahora como “pobreza de comida”, irrigando estos desiertos con subsidios para los suministradores de comida. Aún no son firmes el resto de medidas del proyecto de ley, excepto el establecimiento de una Food Poverty Authority en cada distrito, gestionada por burócratas, que medirá la pobreza de comida y contará el número de millas que la gente tiene que andar para conseguir verdura fresca. La pobreza de unos es la oportunidad de empleo de otros: ya en el siglo dieciséis, un obispo alemán señaló que los pobres son una mina de oro.

Recientemente, en una comida a la que asistí, dada por una revista de izquierdas en la que a veces colaboro, salió a relucir el asunto de la pobreza de comida y los desiertos de comida, y con cierto orgullo escuché que un área, a menos de una milla de donde yo vivo, era descrito como el peor de esos desiertos: el Atacama de la comida, vamos.

Siendo la única persona con un conocimiento personal –lo que Russell solía llamar “conocimiento por familiaridad [acquaintance]”- del área en cuestión, me vi obligado a señalar que yo compraba con frecuencia allí, en una pequeña tienda india donde podía encontrarse, por ejemplo, sacos de cebollas de once kilos por unos 3.40 $, y dónde había una enorme variedad de verduras sumamente frescas a menos de la mitad de precio que en las cadenas de supermercados. Y sin embargo, los únicos pobres que paraban allí eran inmigrantes indios o sus descendientes –amas de casa que revisaban todos los productos con cuidado para llevarse el mejor. Prácticamente nuca se veía por allí a blancos (o negros) pobres, aunque vivían muchos en la zona. Sólo algunos blancos de clase media, de fuera de ese barrio, se aprovechaban de la gran variedad y de los precios excepcionalmente baratos.

Es más, a diferencia de los que hablaban con tanta fluidez de los desiertos de comida, yo había, en el curso de mi trabajo como médico, visitado muchas casas del barrio. Las únicas en las que había signos de que se cocinara, de que la comida fuera una actividad social en la que la familia discutiera los temas del día y se afirmaran los vínculos mutuos, eran las de los inmigrantes indios. En las casas de los blancos y los negros, la cocina significaba, en el mejor de los casos, recalentar en el microondas, y no había una mesa en la que pudiera sentarse la gente a comer la comida recalentada. Las comidas eran solitarias, pobres, desagradables, británicas y cortas.

Las conexiones que he trazado son obvias, y sin embargo son negadas –o más bien evitadas por completo- en el enfoque típico de las cuestiones sociales que se hace en Gran Bretaña.

La intelectualidad progresista tiene varias razones para no ver o no admitir la dimensión cultural de la desnutrición en medio de la abundancia, para no ver su conexión con todo un estilo de vida, y en su lugar, echar la culpa a las cadenas de supermercados. Una razón es evitar enfrentarse a las consecuencias humanas de los cambios en la moral, costumbres y política social por los que han venido abogando consistentemente. La segunda es evitar toda apariencia de estar echando la culpa a la gente cuyas vidas son tan pobres y tan poco envidiables. Que este enfoque lleve a ver a esa misma gente como autómatas desamparados, presos de fuerzas en las que no pueden influir y no digamos controlar –y por tanto, como ni siquiera miembros completos de la especie humana- no preocupa lo más mínimo a los intelectuales. Al contrario, eso aumenta la importancia del papel providencial de la élite en la sociedad. Echar la culpa a las cadenas de supermercados es demandar implícitamente que la élite progresista y burocrática debería tener más control aún de la sociedad.

Así es como debe interpretarse el proyecto de ley actual de Erradicación de la Pobreza de Comida. Al dirigirse a las fuentes de oferta en lugar de a las de la demanda, evita cuestionar todo un modo de vida –un problema que necesitaría genuino coraje moral para afrontarlo- y en su lugar apunta a un blanco fácil. El gobierno aumentará la burocracia y las regulaciones, pero no reducirá la desnutrición.

Esta es, en miniatura, la historia de la moderna Gran Bretaña.

* * *

Epílogo: Este artículo es de 2002. Por lo que he buscado en la red, el concepto de los desiertos de comida, que efectivamente ha estado de moda (en esta web hay incluso un atlas), está siendo cuestionado seriamente, y un artículo del British Medical Journal los describía como un factoide.

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15 respuestas a El criminal famélico

  1. eulez dijo:

    Excelente artículo, me ha gustado mucho. Gracias por la traducción

  2. Alberto de Francisco dijo:

    Del mismo modo que ningún físico tine ningún problema para entender la dualidad onda-partícula, deberíamos entender la dualidad individuo-sociedad en la responsabilidad de los problemas de las personas.

    Si descargamos a los individuos de su propia responsablida para con su vida les estamos hurtando de su propiedad más preciada: su libertad de elección. Si un ndividuo no se siente responsable de su vida, de sus errores y de sus aciertos, será incapaz de afrontar cualquier posibiliad de mejora de este.

    Por otra parte la sociedad siempre es responsable de lo que ocurre en su seno. Esto no merece mayor explicación.

    El delincuente debe sentirse responsable de sus acciones. Y punto.

    Y la sociedad debe saber que un entorno concreto convierte a muchos individuos en delincuentes, y debe sentirse responsable de esto.

  3. pseudopodo dijo:

    Gracias, Eulez, pensaba que nadie se lo había leído hasta el final… 🙂 A mí me ha encantado la idea de los desiertos de comida: ese es justo el tipo de abstracciones que encantan a todos los gobiernos de occidente porque permiten crear el Observatorio de la Desertificación Alimentaria, hacer campañas de publicidad creativas, y, como dice Dalrymple, quedar como buenos y humanitarios sin acercarnos siquiera a ver que pasa en la realidad…

    Actualizo, que no había visto el comentario de Alberto: buena observación lo de la dualidad individuo-sociedad. Creo que hoy la tendencia en occidente es a quitar la responsabilidad al individuo; se considera que esto es «progresista», pero en realidad es una actitud displicente y engreída, de señoritos que se creen superiores a los pobres. Como dice Dalrymple, eso de evitar toda apariencia de estar echando la culpa a las víctimas lleva «a ver a esa misma gente como autómatas desamparados…y por tanto, como ni siquiera miembros completos de la especie humana». Aunque, por supuesto, no hay que caer en el extremo opuesto de decir que la sociedad no existe y no puede tener la culpa de nada.

  4. Yo también lo he leído, e igualmente me sumo al agradecimiento por el esfuerzo de la traducción. Lo cierto es que no conocía a Dalrymple, pero el artículo me ha parecido un ejercicio de sentido común y agudeza observadora combinados eficazmente para asestar un buen golpe a una falacia. En fin, otro autor a mi «wish list» de Amazon. A ver si un día de éstos atraco un banco. 😉

  5. marqus dijo:

    Yo también soy de los que ha leído el resumen hasta el final y, aunque no sepa de la calidad literaria de artículo en inglés, esta traducción bien podría pasar por ser el propio original. Muchas gracias; la traducciones no suelen ser tarea de dos minutos, requieren mucho tiempo y muchas vueltas al diccionario.

    Sin embargo no puedo evitar apuntar una cosilla que me suele llamar muchísimo la atención y que es más común de lo que parece. En el párrafo que comienza «Es más, a diferencia de los que hablaban…», casi al final del artículo, has escrito «yo había, en el curso de mi trabajo como médico, visitado muchas casas del barrio». Creo que no está bien separar el auxiliar del verbo y que la frase quedaría mejor si fuera «yo había visitado, en el curso de mi trabajo como médico, muchas casas del barrio». Bueno, pues este error, junto con el de «quedaos vs. quedaros» que ocupa las mañanas, tardes y noches de todas la cadenas de televisión, está muy presente en los medios de comunicación escrita.

    En tu caso, sin duda, se debe a un pequeño despiste sin importancia que nosotros pasamos por alto porque te queremos y te somos y seremos fieles allá donde vayas y diretes. El original sí que los separa: «I had, in the course of my medical duties, visited many homes in the area».

    Con mucho cariño y admiración. Un saludo y, de nuevo, gracias.

  6. pseudopodo dijo:

    Gracias a ti, Marqus, es un lujo tener un corrector de estilo tan minucioso. Tomo nota. Ah, Pascual, si atracas un banco no olvides echarme a mi la culpa, yo te incité implícitamente, al darte a conocer este libro. No lo olvides: tú eres una víctima… 😉

  7. JuanPablo dijo:

    pensé que no podía agregar nada a este post, pero se me ocurrió un pequeño detalle que puede ser un buen curro^1: grandes partes de Argentina tienen «desiertos de libros», donde no se consiguen autores como estos que mencionás. Y acá también los diarios (y los supermercados!) venden libros: novelas de Wilbur Smith, o la obras maestras de Osho y Cohelo^2 (al menos, ya no está Bucay, caído en desgracia por su velocidad de redacción de textos ya redactados). O reeditan clasicos como la Divina Comedia y el Quijote que tienen la enorme ventaja de no pagar derechos de autor.

    ^1: curro por acá se entiende como un pseudo-trabajo que permite evitar el trabajo de verdad

    ^2: dudé en poner «el dúo Hoyo-Cogelo», pero la sutileza casi zen se pierde culpa del uso que acá le damos al verbo.

  8. JuanPablo dijo:

    mmm… pseudópodo, ¿no podrías borrar mi comentario anterior? Es que estoy empezando a bosquejar un plan al respecto… ya me veo primero como inspector, evaluando qué lecturas hay a disposición y donde… y luego subsidiando a los diarios los libros que tengo ganas de leer… instalando más bibliotecas a mano…

    (eso es algo que sabía de vos pero vos no sabías de mí, yo también aprovecho las vacaciones para volver a mi pueblo y asaltar la biblioteca; y que no te de envidia: me llevo unos 10 libros cuando terminan las vacaciones, que no devulevo hasta algún viaje intermedio que hago durante el año, y en el cual me llevo otra docena)

    Claro, que si se avivan alguien me va a sacar del medio: no es tan difícil instalar la idea del «desierto de lecturas» (mejor que de libros, ¿verdad? como ‘lecturas’ hasta se puede reclamar la Playboy) y luego copiar el modelo inglés de atacar el problema…

  9. pseudopodo dijo:

    Si de verdad crees que te pueden pisar el plan en Argentina lo borro, JuanPablo 😉 . Si no, creo que puede dar ideas muy necesarias por aquí: porque es obvio que si la gente no lee no es porque no quiera sino por culpa de los desiertos de libros. Y ya va siendo hora de hacer algo para remediarlo. Pero lo primero, antes incluso de subsidiar a los diarios para que publiquen lo que tú dices, es subsidiarte a ti mismo presidiendo un Observatorio de la Desertificación Libresca, no lo olvides…

    Sobre la biblioteca, veo que no soy el único (no lo habías contado…) Lo que me da envidia es que a mi sólo me dejan sacar tres libros de cada vez (seis cuando mi mujer me presta el carnet). Y tampoco me he atrevido a traérmelos al terminar las vacaciones, porque vuelvo de tarde en tarde…

  10. Mari Pili dijo:

    Me alegro de haber visto este artículo porque el otro día tuve una discucisón al respecto con unos amigos, ingleses precisamente. Venían a alegar que la generalizada obesidad de la clase humilde norteamericana se debía a un falta de cultura y un exceso de gula. Según mi humilde opinión, sin embargo, en grandes áreas de EEUU, especialmente en barrios de las grandes ciudades (el Bronx, sin ir más lejos) es prácticamente imposible encontrar comida fresca y, cuando la hay, sus precios son prohibitivos.
    Los habitantes depauperados de esas áreas sobreviven con una ingesta desmesurada de alimentos precodinados e hipercalóricos, tipo Taco Bell, lo que explica y casi justifica sus orondas figuras. Así que no, o no sólo, gula e incultura gastronómica: desiertos de comida.
    Y yo también me lo he leído de pe a pa. Cuando un artículo es bueno da gusto empaparse en él.

  11. Javier dijo:

    Mari Pili, hemos debido de leer artículos distintos. Precisamente lo que yo leo de este artículo es una responsabilización mayor sobre el individuo y como mucho social en haber fomentado (quizá no fomentado pero sí jaleado) la desestructuración familiar. Donde yo vivo en USA hay gordos comprando comida de gordos (*) en el mismo supermercado donde los no gordos compramos comida de no gordos.

    (*) chips, dips, hamburguesas congeladas con su bollito, marshmallows, más chips, más dips, preparados «hungryman» (eat like a man, feel like a man) pastelería industrial en cantidades igualmente industriales (los inmensos muffins de chocolate rellenos de chocolate son mundiales), más chips, más dips… Ir al súper es una prueba de voluntad ante tanta tentación hipercalórica.

  12. pseudopodo dijo:

    Esa es la idea, sí. No sé si en los USA tiene más sentido que en UK la idea de desierto de comida, pero por lo que dices, parece que tampoco…

  13. Mujerárbol dijo:

    Me ha interesado mucho el artículo, y hasta he leído el artículo del BMJ. El factoide resulta de una simpleza apabullante: se renuncia a meterse en las costumbres alimentarias de la familia del vecino para meterse en la mecánica económico-moral de las cadenas de distribución… apenas dos estudios superficiales después. Me pregunto cuántos de estos «hechos» sociológicos/geosociológicos o como se diga son meros factoides, pero se repiten en todos los libros de texto de todos los niveles.

  14. Frenzo dijo:

    A mi lo que me llama la atención de los libros que venden en los supermercados es la cantidad de autoayuda. Una, dos, o tres góndolas de libros dándole sugerencias a la gente para que no se sienta tan infeliz. Hay, Ari Paluch, Coelho, Chopra, Dyer, Osho…

  15. Emilio dijo:

    En nuestro país está sucediendo una curiosa paradoja. Mientras la obesidad está creciendo a pasos agigantados y afecta a un elevado número de personas, sin que se vea claro como parar esa tendencia, el Gobierno y con él las instituciones, han decidido que el único problema real es la anorexia. Efectivamente hay un deseo evidente de eludir las implicaciones de nuestro modo de vida.

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